Sunday, 23 December 2007

Cuento(Triste)de Navidad-Manuel Castells

En el portal de Belén hay estrellas, sol y bombas. La aldea global se estremece en la noche con los alaridos de las sirenas y el pulular de los saqueadores. Los minaretes de las mezquitas recortan su silueta blanca en el rojo sangre del cielo. Las cruces extienden desesperadamente sus brazos de esperanza a través del mar. La cháchara de vida puebla las redes aún libres de Internet. Miro de nuevo a la calculadora. Los guarismos verdes centellean en la pantalla de cristal líquido. Mi aldea tiene cien vecinos. Pero catorce de ellos se están comiendo ocho de los diez pavos que criamos. Y casi todo el besugo y el cava y el turrón y no digamos los mariscos. Aunque pensado egoístamente, casi mejor, porque si todos los vecinos comiéramos igual, nuestro lago se quedaría sin peces y tendríamos que volver a la pesca milagrosa. La pesca milagrosa de ahora es como llaman en Colombia a los secuestros que las bandas armadas practican al azar en las carreteras. Pesca de vidas, milagros de supervivencia. Algo difícil para treinta de los cien vecinos del África austral, que están infectados con el virus del sida, uno de los jinetes del aquelarre de la pobreza, la droga y prostitución. Y si eres mujer, cuidado, susurra tus quejas. O te pegarán, como a una de cada cuatro españolas, o te matarán, como les ocurrió el año pasado a treinta y nueve de nuestras vecinas en esta urbanización llamada España.
Tengo que hablar, hablar con alguien. Esgrimo mi móvil. Y recuerdo que más de la mitad de los vecinos de mi aldea no han hecho o recibido en su vida una sola llamada de teléfono. ¿Incomunicados? Si y no. Comunican con los suyos, con su entorno, con la naturaleza. Pero ¿qué naturaleza? Ya más de la mitad de mi aldea vive en áreas urbanas y dentro de poco serán dos tercios, y antes de no mucho, más de tres cuartos. Megaciudades superpobladas de extensión infinita y servicios escasos, en donde respirar, beber agua, hacer sus necesidades, se convierte en una lucha cotidiana. Eso sí, en los barrios ricos de mi aldea disfrutamos de la soledad acompañada de nuestras cabinas sonoras ambulantes, saboreando el placer radiofónico de tertulias esclarecedoras mientras nuestros automóviles se desperezan por la caravana multicolor de los atascos.
Necesito aire, salgo a pasear. A lo mejor encuentro a Papa Noel y me regala una aldea nueva. Pero es de noche y hay toque de queda en Buenos Aires, en Kandahar y en tantos otros barrios de mi aldea en que la violencia, a veces revancha, a veces justicia, a veces locura, se envuelve en el manto de las sombras para clavarnos el miedo en el corazón. Así es que me encuentro solo, conmigo mismo. Y me digo que cualquier tiempo pasado fue peor. Al fin y al cabo, hasta hace menos de trescientos años (un instante en la historia de nuestra especie) la población de nuestra aldea, también en Europa, era periódicamente diezmada por las plagas, las hambrunas, las guerras y las catástrofes de una naturaleza más hostil de lo que se imaginan los ecologistas ingenuos. Y ahora vivimos más, mucho más, que hace un siglo (casi el doble en España), gracias a la ciencia médica, a la higiene pública y al cuidado hospitalario. Y sabemos mucho más, tenemos mucha más educación y 70 de los 100 niños de nuestra aldea global van a la escuela. Y en los últimos 10 años hemos puesto juntas todas nuestras economías, hemos creado más riqueza que en los 30 años anteriores y hemos visto cómo mucha gente de barrios hasta ahora pobres empiezan a ser como los de mi barrio. Y hemos hecho maravillas de inventos tecnológicos, como Internet, como la capacidad de crear vida nueva por ingeniería genética y como la capacidad de entender lo que pasa en la aldea y contarlo a todo el mundo en el momento. Y cientos de millones de mujeres han sido capaces de decir basta a los patriarcas de turno. ¿Entonces? ¿No es simplemente una cuestión de tiempo el que este mundo feliz que estamos creando llegue a todos y empecemos la verdadera historia de la humanidad, la de crear y compartir sin destruccion, sin violencia, sin injusticia, sin corrupción, sin opresión, en armonía con la naturaleza? No podríamos vivir en una eterna Navidad sin que la simple mención de esta utopía provoque una mueca sarcástica? Sabemos que no, sabemos que cuanta más riqueza hemos creado más iniquidad se produce en su reparto; que cuanto más sofisticado es nuestro sistema tecnológico más gente se excluye mediante la ignorancia; que cuanto más crece nuestra riqueza más se destruye nuestro ecosistema; que cuanto más diversa es nuestra cultura más incapaces de comunicar son nuestras identidades; que cuanto más se extiende la democracia más se manipulan sus mecanismos, y que cuando acabamos con una forma de guerra descubrimos otra más insidiosa.
De repente, la estrella rutilante se detiene en el horizonte y lo veo todo claro: es una Navidad triste porque ha llegado la Navidad. Porque sabemos tanto, queremos tanto, podemos tanto, sentimos tanto, tenemos tantas cosas en nuestras manos y en nuestra mente que realmente podríamos vivir en esa felicidad que nos deseamos burocráticamente los unos a los otros unas horas al año, como quien masculla el buenos días con el que empiezan las jornadas del no ser. Y, sin embargo, seguimos viviendo en la violencia sin remordimiento, en la competitividad sin cooperación, en la insolidaridad sin vuelta de hoja, en la incomunicación unilateral. Y allá los curas, los ayatollás o las ONGs de bienpesantes con sus monsergas morales. La Navidad se heló en nuestros corazones hace tanto tiempo que sólo podemos sentirla en los ojos de nuestros niños, sabiendo que es eso, cosa de niños, que algún día serán tan glaciales como nosotros y empuñarán el kalashnikov para comunicar por Internet la devaluación de nuestras vidas.
* Manuel Castells es miembro del consejo asesor del secretario general de Naciones Unidas sobre tecnología de información y desarrollo global.